Sin duda es un cuento de excelente factura y merece ser reproducido: EL HOMBRECITO DEL AZULEJO.
"Los dos médicos cruzan el zaguán, hablando en voz baja. Su juventud puede mas que sus barbas y que sus levitas severas y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, Ignacio Pirovano, es alto, de facciones resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro y comenta:
-Esta noche erá la crisis.
-Sí, responde el doctor Eduard Wilde. Hicimos lo que pudimos.
-Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche... Hay que esperar...
Los dos médicos salen a la calle en silencio, cierran la puerta sin hacer ruido y sus pasos se oyen al alejarse.
La luna ilumina el patio de la casa. Ahí, sobre el aljibe, la Muerte espera con una sonrisa. Escuchó la charla de los médicos y piensa llevarse a Daniel.
El Hombrecito del Azulejo también escuchó. El es un ser especial, que está dibujado en uno de los azulejos del zócalo del patio. Tiene barba, calzas antiguas, un gorro de duende y un bastón en la mano derecha.
El Hombrecito nació en un taller de Francia. Los artesanos lo pusieron por error en una caja, con otros azulejos con los dibujos geométricos y lo mandaron a Buenos Aires. Cuando el obrero que terminaba el zaguán encontró el azulejo diferente lo apartó pero como le faltaba uno para terminar el zócalo lo puso escondido en un rincón.
Pasó el tiempo y nadie notaba la existencia del azulejo distinto en el zócalo del patio.. Los vendedores de leche, los pescadores, los vendedores de escobas y los plumeros entraban y ponían en el suelo sus canastas pero no se daban cuenta de que había alguien diferente.
Las señoras que venían de visita tampoco lo veían. Ni las criadas de pelo enrulado y negro que cocinaban en el patio para la señora de la casa.
Un día los dueños vendieron la casa y la familia de Daniel la compró. Apenas mudados el niño descubrió al misterioso Hombrecito y se hicieron amigos. Lo llamó Martinito y fue el compañero de su soledad.
Al despertarse Daniel lo llamaba: Martinito, Martinito.
Y le llevaba a su gata para que lo saludara. Luego se acurrucaba en el suelo y le hablaba durante horas. El tiempo pasaba y Martinito lo escuchaba mientras las criadas iban y venían descalzas por el zaguán y por el patio.
Pero el niño ahora está muy enfermo, con la muerte que lo espera en el patio. Martinito se asoma desde su escondite y la espía. La muerte es un esqueleto vestido como una gran señora, con traje negro y cola, muchos botones y cintas y un sombrero de plumas, con una cinta negra anudada por debajo de la calavera.
La muerte brilla con luz verde y da miedo. Martinito ve como bosteza. La casa está en silencio. El ama pidió ue todos se movieran sin hacer ruido como angeles para no despertar a Daniel.
Las criadas se retiraron a rezar en el otro patio. La señora y sus hermanas lloran con sus pañuelos apretados a los labios. Mientras tanto hay una única lámpara encendida en el cuarto de Daniel.
Martinito piensa que su amigo va a morir y que se quedará solo. Entonces sale del zócalo y va a buscar a la muerte. Los gatos se asombran de ver al Hombrecito caminando por el patio y dejan de maullar.
La muerte sigue esperando sobre el aljibe. Mira el reloj que le cuelga del cuello y espera la hora para llevarse a Daniel. Está aburrida y bosteza. El hombrecito a su lado se saca el gorro y la salud con una referencia. Le habla en francés:
-Madame la mort...
A la muerte le gusta que le hablen en francés. Se olvida que está en Buenos Aires y en el patio de una casa modesta. Se olvida de que en las calles hay carros tirados por caballos y vendedores de empanadas.
Al escuchar que le hablan en francés se siente importante.
El hombrecito vuelve a saludarla: Madame le mort.
Ella se inclina y lo pone a su lado en el aljibe y dice: Al fin pasa algo distinto.
Ella está acostumbrada a que le tengan miedo los que puedan verla. Los gatos, los perros, los ratones se vuelven locos y escapan cuando aparece. Y los personajes de los cuadros y las estatuas del jardín se quedan mudos.
Pero esta vez es diferente: porque el hombrecito le sonríe y se ofrece divertirla. Le cuenta su historia, su nacimiento en Francia y su llegada a Buenos Aires por error. Le habla de la gente que pasa por el zaguán, la criada enamorada del carnicero, el mendigo que guarda la moneda de oro en la media, el farmaceútico que inventa un remedio para la caida del plelo y que pierde el suyo cuando lo prueba, el jefe del tranvia que acompaña a una señora hasta su casa como un caballero y después se va tronando la corneta.
El hombrecito da unos saltitos gracios y la muerte ríe. Pero mira el reloj y se da cuenta de que pasó la hora de llevarse a Daniel. Nunca le había pasado. Se enfurece y corre hacia Martinito, que consigue bajar del aljibe y escapar como un escarabajo. Ello lo persigue y lo alcanza antes de llegar al zócalo.
Daniel se salvó pero tu morirás. La muerte saca el guante de su mano derecha y pasa su huesudo dedo sobre el plequeño azulejo hasta quebrarlo en dos pedazos que caen al suelo. Los recoge y los tira en el pozo de agua. Después se va rabiosa y arrastrando la cola de su vestido.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana y al entrar en la habitación de Daniel se dan cuenta de que está curado. Su madre y las tías lloran de emoción. Los médicos de buen humor le cuentan historias graciosas al niño.
Una semana después Daniel sale al patio y cuando va a visitar a Martinito descubre que un hueco en el lugar. Se apena y le pregunta a su madre pero nadie sabe nada. Llora sin parar.
Pasa el tiempo y no olvida al hombrecito. Un día dos mulatos vienen a la casa con baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el aljibe. Un día de fiesta para las criadas porque disfrutan al ver el torso desmudo de los mulatos. Ellos bajan al pozo para limpiar y se quedan largo tiempo baldeando y fregando.
De repente uno de los hombres grita desde el fondo: Ahí va, agárrenlo.
El chico, con los brazos extendidos, recibe al azulejo intacto con el Hombrecito en el medio.
Y así como antes sirvió para alejar a la muerte, ahora sirve para curar la tristeza de un niño.
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