MAURICIO KARTUN: RELATO "TERRENAL" DE LA HORDA PRIMIGENIA EN ENERO

                                                                 Mauricio Kartun


 Sin duda es uno de los autores más destacados del teatro nacional y su obra, Terrenal, se ha constituido en una de las piezas más emblemáticas de las tablas argentinas (interpretada en su momento por el inolvidable Rafael Bruza, como Diosito, junto a Claudio Martínez Bel y Claudio Da Passano).

Se trata de Mauricio Kartun, quien vive en Villa Crespo y desde su domicilio pergeñó un relato demasiado actual -como Terrenal, que hace a la historia de la humanidad desde el paraíso, Caín y Abel- que se ocupa de lo que pasa a un ciudadano con los cortes de luz, la pandemia, el calor. Pero vale la pena reproducir lo que Mauricio publicó en las redes, que podría llamarse: La noche de enero en que volvimos a ser horda primigenia.

Dice Mauricio: "A las cinco de la tarde. De la arde. A las cinco en punto como en aquel  mayúsculo Lorca, se cortó la luz en mi zona y cagamos. A las 10 ya no había agua (salvo en los tres previsores baldes de rigor) y la casa era -acá minga de metáforas- un horno. De mayúsculo lorca. Con minúscula.

Me acosté a las 12 y a la hora desperté sofocado. Y sudado. La cama era una pelopincho. Y en ella me ahogaba. Como me conozco la nerviosidad operística no esperé a acumular ni un segundo más de ansiedad, me despegué de las sábanas, metí la cabeza en el balde, orin é como es de rigor al pasar por allí, saqué al balcón el sillón, corrí plantas y me instalé a dormir a la intemperie.

En boxer sauvage.

Cabo de vela. Y abanico sevillano. Material de cortesía de un curso que di allá hace años y que recupero cada tanto, congratulando la pulsión acumuladora.
Miré a las tinieblas del barrio y fui descubriendo de a poco que no estaba solo en esas alturas de Villa Crespo. Otras llamitas en balcones vecinos, sombras, cuchicheos. Y hasta una tos cercana, arriba, que fui espantando a abanicazos cada vez, con más aspavientos que locomía.

Eramos muchos balconeando. La noche estaba clara. La parejita de enfrente, despechugados los dos y ella de pelo empapado, chorreante, como una Coca Sarli de Atlanta.

Una familia unos balcones abajo sentados juntitos, inmóviles, sillitas petizas de playa. Rodillas a la altura del mentón. Un cuadro de duelo que daban ganas de llorar. Aquí y allá, cuerpos brillosos, desconcertados, esperando la luz como al mesías.

Y el perrito  de mierda de cada noche, que estaba esta noche más de mierda todavía con tanto para ladrar.

El aullido de los bomberos del cuartel de Corrientes nos estremecía cada tanto y volvíamos a mirarnos, a reconocernos.

Me levanté mucho. Gaseosa de pomelo tibia. Y de cabeza otra vez al balde, que a esa altura ya era además bebedero de mis gatos.

Dormité. Sobresaltado. Medio duro del cuello. Intentando todos los recursos del botiquín mental contra le insomnio. Imágenes de plantitas sobretodo -como en un powerpoint- que me serenan más que el rivo. Finalmente planché.

Amaneciendo, los chillidos de unas cotorras entre las macetas me sacaron del sopor. No eran del powerpoint. Plaga pérfida que por pura maldad me cortan los botones de flor del ají amarillo. Las ahuyenté como a fantasmas, gritaron, y volví a contactar lagañoso a la comunidad que me miraba espantajo. Los fueguitos ya apagados, humeantes, uno que otro termo de mate. Se habían agregado presencias aqui y allá. Medio en bolas todos. Algún corpiño despreocupado, algún slip tophouse sin verguenza.

Acampando, la tribu, entre maceteros de plásticos.

Perplejos.

Alucinados.

Pensé.

La noche de enero en que volvimos a ser horda primigenia.

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