CUERPO DE TAQUIGRAFOS

Por Eduardo Menescaldi

En el libro que escribí -Páginas sueltas, Quilmes, el Congreso y algo más...- recuerdo aquel 28 de junio de 1966 con el golpe militar y la disolución del Cuerpo de Taquígrafos del Congreso de la Nación.
Yo había ingresado al Cuerpo de Diputados el lunes 9 de mayo y a los pocos días se produjo el golpe de la denominada revolución argentina. Así dice el libro.
"El golpe del 28 de junio fue terrible, al menos para los taquígrafos. Porque "el nuevo gobierno" abominaba al Congreso y todo lo que tuviera que ver con él. Por eso, una de las primeras medidas fue la intervención del Poder Legislativo, designándose a cargo al coronel Felipe Gerardo José Mazzini, fin muchos nombres pero poco espíritu democrático.
Así, junto con la prohibición de la actividad política y la persecución de todo lo que tuviera que ver con ella, se decretó la disolución de los Cuerpos de Taquígrafos del Congreso.
Todos los integrantes del Cuerpo quedamos a la deriva, o por lo menos, dentro del mar del desconcierto por saber qué podía ocurrir. Los más jóvenes, sobre todo los solteros, fuimos derivados, en tanto que la mayoría fueron declarados prescindibles y dejados afuera del cargo.
En el caso de los recién ingresados fuimos enviados a la Presidencia de la Nación, concretamente la Subsecretaría Legal y Técnica, que encabezaba el doctor Roberto Bobby Roth, todo un gentleman, quien se jactaba de su pasión por la náutica y el inglés, con un equipo de asesores que siempre iba a ser menor que la suma de asesores de los diputados y/o senadores.
En esa Subsecretaría empezaron tres años con sus avatares, porque la tarea estaba totalmente fuera de la labor taquigráfica, para la cual me había prepardo durante tanto años. Si se trataba de conocer la labor parlamentaria de un taquígrafo, todo había quedado para una próxima vez. Fue la primera y la única ocasión en que el Cuerpo de Taquígrafos, creado en 1880, quedó desaparecido y su personal, los menos, desaparramados entre distintos organismos, donde la burocracia brillaba por doquier.
Había que concurrir a la Subsecretaría y ponerse a disposición "del jefe", doctor Roth, quien dictaba "cartitas" y de tanto en tanto se preparaba para escribir el discurso del general Onganía. Cuando eso ocurría, se hacían copias por doquier, copias de las copias, con retoques continuos, a tal punto que a veces el discurso de Onganía estaba en etapa de lectura y seguían llegando papeles "corregidos".
Bobby Roth había escrito un libro, que lo ponía muy contento y que según él resumía el sentimiento de esa revolución que pretendía cambiar las cosas en la Argentina. Se llamaba "el país que quedó atrás" y era el libro de cabecera de toda la gente de la Presidencia, porque presuntamente ahí estaba la clave del futuro.
La realidad, que siempre es más gráfica que la ficción, decía lo contrario. Se había derrocado a un gobierno constitucional, más allá de la proscripción del peronismo, y se querían instalar períodos, como si se trataran de compartimientos posibles de separar. Primero vendría lo económico, más tarde lo social y luego, por cierto mucho más tarde, lo político. En el interín, política era mala palabra y nadie se atrevía a utilizarla.
Hasta la revista Primera Plana, que había contado todo lo que iba a pasar, se había transformado en pantalla del gobierno militar, contando lo que estos "salvadores de la patria" estaban dispuestos a hacer para bien del país. El tiempo dijo lo contrario, porque como los políticos, aunque sin sustento electivo, terminaron peleándose por espacios de poder y debieron ceder finalmente ante el reclamo popular de retorno del peronismo y de la política.
Pero en esos primeros años de la denominada revolución argentina advertía que como taquígrafo solo tenía que tomar cartas y pasarlas a los papeles de oficio. O bien transcribir presuntas resoluciones, donde la gran condena pasaba por la fijación de los sellos.
Con la mentalidad militar vigente, había que poner los sellos con normas que no se podían violar, y que para mí eran una tortura. Un sello horizontal, otro vertical y uno más redondo. Cuando cualquiera de ellos se apartaba del espacio o aparecía inclinado, había que rehacer la hoja para de nuevo volver a poner los sellos, mecanismo que sonaba a veces a martirio porque en eso de estamparlos, no estaba ducho ni lo iba a estar sabiendo que perdía el tiempo estúpidamente y que tenía que sumar ocho horas diarias que terminaban restando posibilidades a una vocación periodística que en ese momento era incipiente....".

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